Una pegueña historia que empiezo hoy...

Predomina el gris (flotaba en el aire aquella mañana), casi como si de una noche se tratara, el asfalto y el cielo apenas se podían distinguir. A un lado de la calle tres niñas juegan a saltar la comba, mientras otra las mira como sin verlas, con los ojos fijos en algo más allá, cantando canciones ininteligibles de tambores sordos rebotando en sus cabezas. Tanto es así, que en algún lugar, no sabría decir dónde, alguien se entretiene botando un balón, uno de esos balones de plástico viejos de inconfundible sonido. A cinco pasos a su izquierda está el portal del cual acaba de salir, oscuro, pero no tanto como el resto de portales que alcanza a ver, es hora de irse.
Así empieza la marcha, con paso firme, sabe que tiene que hacerlo, rápidamente, ni tan siquiera debe mirar atrás. Cuanto antes abandone el pueblo, mejor. Es perfectamente consciente de que nadie se puede salvar salvo él, los que quedan ya no son lo que parecen ser, debe alejarse tanto como pueda, olvidar a sus amigos, ellos ya no están, no son…, nunca antes había visto un día tan oscuro.
En la mochila sólo lleva lo estrictamente necesario, comida, sobre todo eso, llevaba tanta comida como podía, no sabía cuanto tiempo tardaría en encontrar algo que comer después de irse, así que casi todo lo llevaba enlatado, y los únicos productos perecederos eran dos manzanas que pretendía comerse ese mismo día. También lleva bastante agua en un carrito de la compra, unos treinta litros, congelada toda salvo una botella para ese día. Sólo contaba con la ropa puesta y un repuesto para cada prenda en una bolsa, sobre el carrito. Eso era todo, toda una vida a sus espaldas, alejándose de él, mientras él se acercaba a algo que posiblemente no se pueda considerar vida. Todo por culpa de… en realidad no sabe de quién es la culpa, quizá no sea culpa de nadie, puede que así es como se tenían que desarrollar los acontecimientos, el fruto del hombre, el punto y final de toda la historia.